El decrecimiento es un movimiento por
el desarrollo económico de índole social, que surgió a finales del siglo XX de
la mano del matemático y economista norteamericano Georgescu-Roegen, cuyo
objetivo es disminuir de forma óptima y responsable la producción, con el fin
de conseguir un equilibrio entre producción/consumo y el uso de los recursos
naturales que se necesitan para ello. Por tanto, nos encontramos ante una
teoría anti-crisis, afirma el politólogo español Izzat Haykal, dado que el crecimiento
en el uso de recursos naturales está alterando la tierra globalmente, pues desde
1980, nuestras demandas han superado la capacidad regenerativa de la tierra, hasta
llegar incluso a trastocar los grandes ciclos biogeoquímicos del nitrógeno y
del carbono, afirman científicos dirigidos por Mathis Wackernagel –uno de los
creadores del concepto de “huella ecológica”.
En su obra “la apuesta por el
decrecimiento”, Serge Latouche señala que el decrecimiento implica la necesidad
de redefinir los valores actuales que son globalistas, consumistas y
extremadamente consumistas… por valores más locales, de cooperación económica y
humanistas; amoldar los medios de producción a la nueva escala de valores
redefinidos; reeducar a la población para que disminuya el consumo innecesario
y ostentoso; producir a nivel local limitándose a lo indispensable; alargar la
vida de los productos que utilicemos, evitar el consumo irresponsable, así como
el despilfarro; y reducir drásticamente el impacto en la biosfera de nuestra
manera de producir y consumir.
Ahora bien, tal como lo expresa el
alemán Jorge Reichman “nuestros sistemas socioeconómicos humanos son demasiado
grandes en relación con la biosfera que los contiene, por una parte; y por
otra, los sistemas humanos encajan mal en los ecosistemas naturales. El
problema de escala reclama un movimiento de autolimitación por parte de
las sociedades humanas, que podríamos concebir bajo la idea de gestión
global de la demanda; y el problema de estructura exige una reconstrucción
de la tecnosfera de acuerdo con principios de ecomímesis o biomímesis”.
El problema de escala surgió, afirma
Reichman, porque “durante el siglo XX tuvo lugar un acontecimiento decisivo,
cuyas consecuencias estamos aún lejos de haber asimilado. La humanidad, que durante
milenios vivió dentro de lo que en términos ecológicos puede describirse como
un “mundo vacío”, ha pasado a vivir en un “mundo lleno”. Somos mucha
gente viviendo dentro de un espacio ambiental limitado. Las reglas de
convivencia que resultan adecuadas para esta situación son diferentes, sin
duda, de aquellas que hemos desarrollado en el pasado, cuando éramos pocos
seres humanos viviendo dentro de un espacio ambiental que nos parecía ilimitado”.
En efecto, como “los comienzos de la
Revolución Industrial tuvieron lugar en un “mundo vacío” en términos ecológicos,
la situación ha de cambiar radicalmente en un “mundo lleno”. La racionalidad
económica requiere que se maximice la productividad del factor de producción
más escaso, y ya en nuestro “mundo lleno” … la naturaleza es el factor de
producción más escaso. En un “mundo vacío”, perseguir la expansión continua de
la oferta puede tener sentido; en un mundo lleno es un desatino (pensemos en
los conflictos contemporáneos relacionados con el abastecimiento de agua o de
energía)”.
En consecuencia, surge el colosal reto
de asimilar el nuevo paradigma de la autolimitación, para consumir lo
fundamental, minimizar el consumo suntuario y el despilfarro, muy propios de
nuestra cultura occidental. Pues, tal como lo afirma Pérez Mercado Juan
Francisco, “tener la convicción, de que para que prevalezca la razón y la
libertad sobre los determinismos, debemos realizar esfuerzos de autodominio y
canalizar hacia el bien y la justicia la fuerza de nuestros apetitos, para
no vernos arrastrados hacia acciones irracionales, egoístas, caprichos e
intereses personales o de grupo”, como a las que estamos acostumbrados en un
mundo vacío.
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